MIS DUDAS SOBRE ADRIANA. FRAGMENTO 2. CAPÍTULO 1




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MIS DUDAS SOBRE ADRIANA


CAPÍTULO 1. FRAGMENTO 2


Debo decir también que, pese a nuestros trabajos, el grupo no se caracterizaba precisamente por el exceso de dinero, cada uno tenía gastos que cubrían todo el sueldo, lo que nos permitía soñar, pero con unos límites bastantes cercanos. Se podía decir que todos éramos clase media y (como la mayoría) con grandes posibilidades de pasar a la baja en cualquier momento. Todos veníamos de abajo y la olla manda cuando uno es un simple obrero. Lo digo porque nuestros planes no eran super lujosos ni nuestros anhelos de otro mundo; sin embargo, todo nos costaba más de lo necesario y después de mucho tiempo soñándolo, por fin se dieron las cosas.

Julieta nos sorprendió diciendo que un amigo suyo le había prestado una quinta con piscina privada y tres habitaciones independientes. Todos celebramos, era perfecto para las tres parejas. Además, nos envió unas fotos de la quinta y en verdad se veía espectacular, una buena piscina, un jacuzzi en una de sus esquinas, una sala inmensa con una pantalla gigante, una cocina inmensa con unos aparatos inmensos, unas zonas verdes con varios árboles frutales, una parte cubierta en especie de maloka en donde estaban las hamacas para la siesta y un enorme asador en donde se podía cocinar un gran pedazo de carne sin pensarlo mucho. La idea era fantástica. Nos tomaríamos un fin de semana con festivo que, además, coincidía con el día de la empresa por lo que nos daban ese día libre, así que en realidad eran cuatro días que —si aprovechábamos la primera noche— se convertirían en casi cinco. Todos celebramos la canita al aire que nos hacía falta, además de celebrar el nuevo trabajo de mi esposa y refrescar ese fuego que parecía estar apagándose como mis recuerdos de una vida maravillosa.

Después de la celebración por haber encontrado un sitio digno y cómodo para descansar y perder el tiempo, nos pusimos manos a la obra a alistarlo todo.

Como siempre pasaba en casa, yo era el que me encargaba de organizar todo lo referente al presupuesto, a la comida, a los artículos de aseo y a todo lo necesario para la supervivencia mientras Adriana era la encargada de hablar, de concretar y de medirse cualquier cantidad de ropa frente al espejo mientras yo la veía más alegre que nunca. Me encantaba verla desnudarse y comenzar a probarse cosas que nunca le había visto y que ni siquiera ella sabía cuándo había comprado o si le quedaban bien o no. Era increíble verla como Dios la trajo al mundo mientras buscaba entre los cajones algo que combinara mejor con su felicidad. Era como salir de la rutina diaria y era una escena que me regalaba y que me ponía como loco, esos senos redondos, grandes, firmes; esos pezones oscuros, bien definidos; esas piernas firmes, decididas a pisotear; esa cola redonda, esos pies descalzos en el suelo frio de la noche. Ella como bailando de aquí para allá, moviendo su melena mientras hablaba excitada; todo ese ritual sagrado de Adriana al vestirse o probarse algo de ropa siempre me calentaba mucho, y casi siempre terminábamos echando un buen polvo, de los mejores que le hacía porque todos esos desfiles me hacían sentir distinto, no como el marido de siempre sino como el intruso, como el espía que buscaba presa nueva entre las rendijas y que luego tenía la oportunidad de devorarla toda hasta el cansancio. De repente sentía como si ella no estuviera en ese sitio conmigo, sino que estuviéramos en otro sitio y que yo fuera el voyerista que la morboseaba y le descubría sus más oscuros secretos. Esa sensación siempre me había fascinado, era como mi fetiche y prendía mi superpoder de amante. Después de situaciones como esas siempre terminaba echando mis mejores polvos.

Aunque no todo era color de rosa porque la presencia de Julieta en el paseo suponía para Adriana una especie de desafío o algo así, y cuando sabía que Julieta nos iba a acompañar a algún sitio, se esmeraba más en verse hermosa; sabía que para todos nosotros ella era la más deseable; sus curvas, sus carnes, todas esas pequitas que podían dibujarse por allí era lo que daban la sazón que la hacía tan deliciosa. Sin embargo, ella quería pasar como una reina y que nadie más le arrebataría el trono. Entonces, durante el tiempo restante al paseo estuvo midiéndose toda la ropa que tenía para esas ocasiones y como nada le gustó, decidió irse al centro comercial ella sola y comprar de todo y aún más cosas que la hicieran lucir espectacular para no sentirse despreciada o ninguneada por la modelo.

Cosas de mujeres porque a mí siempre me parecía que como estaba, y con los bikinis que tenía en los cajones, estaba perfecta. En especial, me encantaba verla con un bikini negro, ese color resaltaba en ella y la hacía ver maravillosa, la braga del bikini se acomodaba a su culo redondo y los triángulos del brasier le forraban ese par de ricos melones que tenía. Solo imaginármela así me ponía a mil y cuando la veía ya con el bikini puesto mi temperatura se elevaba aún más.

—¿Vas a llevar el bikini negro? —le pregunté una noche mientras se probaba ropa.

—No, ya está muy viejo, se nota que hace años lo uso —me contestó.

—Pero a mí me encanta, se te ve perfecto.

—¿Te gusta? —dijo sonriéndome mientras se acercaba a darme un beso apuntándome con esos pezones redonditos y duros que tenía.

—Claro que sí. Me encanta verte de negro.

—Pues puede que tal vez me compre un bikini negro, pero ese no, está muy viejo y no quiero hacer el oso si se rompe o algo así. ¿Te imaginas que me quedara con las tetas al aire frente a todos?

Yo guardé silencio. Me quedé quieto imaginándome la escena: mi mujer, en medio de la piscina mostrándole las tetas a nuestros amigos mientras todos la veíamos con la boca abierta. Ese par de tetas tan ricas al descubierto. De repente, sentí una enorme erección. No me importaba que mis amigos le vieran las tetas a mi mujer, por lo menos, no en sueños ¿Qué dirían Mauricio y Sebastián? Tragarían saliva, se pondrían arrechos, pero eso no me importaba porque esos pedazos de carne dulce eran solo míos. Vi de nuevo a Adriana cerca de mí y no dude en estirar las manos y agarrarle ese par de tetas tan divinas, eran carnosas, llenitas, redonditas. Me acerqué y le pegué un chupetazo en cada teta, sabía que a ella eso le encantaba, y a mí también.

—¡Uy, que bien! Al parecer te gusta la idea de que me vean las tetas —dijo mientras sus manos bajaban y me tocaban la verga por encima de la pijama.

No dije nada. Me daba vergüenza aceptar que me había puesto caliente con la imagen de mi mujer casi desnuda frente a mis amigos, de repente eso resultó más poderoso que yo y era una idea que no debía tener. No era lo correcto con mi esposa, le debía respeto y admiración, casi adulación. No debía pensar eso. Ya lo sabía: lo mejor era borrar esas imágenes y no meterme más ideas locas en la cabeza, con sentirme orgulloso de ella y tenerla siempre a mi lado, era suficiente.

Esa noche tuvimos un buen polvo. La verdad era que yo no me consideraba un mal amante, aunque sabía que tampoco era el mejor. Cuando veía porno me daba clara cuenta que mi pito era mucho más pequeño y mucho más delgado que la mayoría; en tamaño no estaba tan quedado del todo: 13 o 14 centímetros, pero en grosor sí, era más bien delgada, casi a la mitad de una normal y a veces me ponía a pensar sobre lo que podía creer Adriana de mí, de mi verga y de mis capacidades como amante. A veces la tentaba a que me dijera si se sentía a gusto conmigo o si prefería a alguno de sus antiguos novios, pero ella siempre me salía con eso de que no pensara en esas cosas y que la única verga que le importaba era la mía. Cosas que se dicen por cortesía para no hacer sentir mal a nadie, pero ¿si estaría satisfecha? Es que, la verdad, mientras en esos videos veía morcillas que destrozaban traseros, la mía apenas parecía una salchicha de camping, podía cerrar el puño y aun me sobraba una falange en cada dedo; estaba casi seguro que Adriana había probado vergas más gruesas y que la habían hecho sentir más, pero tampoco se quejaba. Eso sí, yo duraba bastante: quince, veinte minutos sin detenerme, ella se alcanzaba a correr casi siempre una o dos veces o, por lo menos, eso era lo que me decía, aunque la verdad, yo tenía mis dudas.

Como dije, ella era muy dinámica y yo notaba que muchas veces ella quedaba con ganas de más, como que notaba que faltaba ese pequeño esfuerzo para quedar satisfecha del todo. Solo la veía plena cuando encontraba trabajo y su tiempo se le iba en sus nuevas funciones, ahí si parecía darlo todo y llegaba a la casa, bastante cansada. En cambio, cuando estaba sin trabajo se ponía más caliente, me buscaba más y follábamos con mayor frecuencia, pero cuando conseguía trabajo, las ocupaciones no la dejaban y nuestro sexo comenzaba a dilatarse; por ejemplo, en aquella época ya habíamos pasado de follar tres o cuatro veces por semana a solo una o incluso algunas semanas las habíamos pasado en blanco porque ella o bien llegaba muy tarde y cansada o bien no llegaba a dormir a nuestra casa, como dije, sus ocupaciones de ese tiempo: las reuniones, los eventos y todo ese tipo de cosas no se lo permitían y —según ella— se quedaba a dormir en la oficina o donde alguna amiga que le prestaba un sofá incómodo para pasar la noche, por lo menos, eso me decía, y yo le creía. Y como era de suponerse, sería solo cuestión de tiempo para que el sexo desapareciera de nuestra conversación. Entre más trabajaba menos sexo teníamos, por eso en el fondo me gustaba que no trabajara, aunque ella se desesperaba cuando pasaba mucho tiempo, supongo que eso de tener un sueldo y sentirse útil era muy importante para ella.

Como sea, a medida que se acercaban los días las cosas se iban poniendo más interesantes, Mauricio y yo hicimos la lista de las compras para las comidas de eso días; como era de imaginarme los asados fueron la elección preferida por todos, ni modo, yo me apunté a prepararlos; ellos me dieron el dinero y los dos estuvimos comprando las carnes, los chorizos, las costillas y todo lo que tenía que ver con ese aspecto. Mientras eso pasaba con nosotros, las mujeres iban añadiendo actividades a la lista: salidas a bailar, a la iglesia, al mariposario, al centro comercial, en fin, nos comenzaron a llenar de tareas hasta que nos dimos cuenta que si seguían en ese plan no alcanzaríamos a descansar ni un solo instante. Fue Sebastián el que puso por fin orden y, parado en la raya con su pose de macho alfa, les dijo a todas que lo que queríamos era descansar, que para eso estaba la quinta y que no contaran con nosotros para sus planes de turismo. La cosa fue dura, pero la verdad era lo que debería siempre buscarse en vacaciones: descansar. Al principio, ellas se sintieron heridas y ofendidas en su empoderamiento, estaban bravas y hablaban apenas lo necesario, a mí me encantaba verlas cuando alguno de nosotros, en especial Sebastián o Mauricio, se ponían firmes y defendían, no solo los intereses de los hombres, sino también el espíritu de los planes. Como era de esperarse, nos miraron con rencor y trataron de hacer mala cara, pero cuando Mauricio les explicó que el propósito del viaje era descansar y aprovechar la piscina, el jacuzzi, la compañía, relajarnos y no pensar en ladrillos ni nada de eso y que no había mejor plan que estar en compañía de ellas, comenzaron a entenderlo mejor.

La posterior reacción a esa reunión fue que Adriana puso sus dos maletas listas encima de la cama y comenzó a desempacar todo lo que —de golpe— ya no necesitaba. La verdad me quedé dormido cuando iba por la mitad, hasta ese momento no me había dado cuenta de la cantidad de cosas y de ropa que ya había empacado: vestidos, tacones, blusas, cremas, collares, pulseras, anillos, bolsos y accesorios solo para un par de días, parecía como si en lugar de vacaciones se pensara ir de la casa y no volver jamás. Cuando me desperté al otro día ya ni siquiera encontré las maletas por ahí, se había desecho de todo. Yo no caí en cuenta en ese momento, pero suspiré aliviado porque siempre el que tenía que cargar todo eso era yo y no llevar ese peso, siempre me aliviaba el alma.

Por fin llegó el jueves, habíamos quedado en irnos a eso de las cuatro, apenas cumpliéramos el minuto de salida de nuestros trabajos. Mauricio y yo estábamos listos con anticipación, habíamos comprado una nevera portátil para la carne y la comida y la llevamos en su carro desde por la mañana. Yo también había empacado mi maleta en su baúl y, prácticamente, tenía todo listo. Pero a eso de las once de la mañana, ellas comenzaron a bombardear el chat del grupo con anuncios parroquiales de último momento que nos pusieron más que nerviosos. Fueron tantos los pequeños detalles y pendientes que se quedaron por fuera que tuvimos que ir con Mauricio al supermercado en la hora del almuerzo y comprar lo que se había olvidado, casi no pudimos almorzar por andar comprando tonterías dizque para pasarla bien un par de tristes días.

Pero eso no fue todo, porque parte de correr y perder la tranquilidad de esa tarde, cuando estábamos a punto de salir, Gabriela nos escribió que se sentía medio enferma y que le estaba dando pereza ir. La bronca de Mauricio fue fenomenal y, claro, como no tenía con quien más desquitarse lo hizo conmigo. Me miraba con desprecio, con altanería, con grosería, como si yo tuviera la culpa de los achaques de su mujer. Yo apenas le marcaba a Adriana y a Julieta para que hablaran con Gabriela y la convencieran de ir para salvar mi pellejo. Una media hora más tarde, la pareja llegó al acuerdo de que ella si iría, pero que necesitaba recoger unas medicinas en su casa para prevenir complicaciones. Mauricio se ofreció a recogerla en su trabajo, a ir hasta el apartamento y luego cruzar la ciudad de nuevo para tomar la carretera hasta la quinta, y yo como estaba con Mauricio, terminé metido en el plan de acompañarlos e irme con ellos en el carro, sin mi esposa y dándole vueltas a la ciudad como perros perdidos.

En este momento que lo escribo, con más calma y cabeza fría, creo que ese fue mi fatal error porque todo, de ahí en adelante, comenzó a salirme realmente mal, aunque tal vez, todo era cuestión del destino que necesitaba una excusa para mostrarme de frente el infierno real en el que viví adormilado durante años enteros.

Por supuesto, el mal fue para mí y fui yo el que terminó de victima porque Adriana pareció disfrutar demasiado la noticia que ya no viajaría con nosotros en el carro de Mauricio como habíamos quedado, sino que Sebastián la recogería y se iría con ellos. Además, como Julieta era la que tenía las llaves, podrían llegar directo sin necesidad de esperarnos. De repente, la luz brillaba para los sinvergüenzas, mientras que para nosotros los sufridos, las velas se apagaban y se oscurecía todo.

Me subí al carro de Mauricio presintiendo que esas lindas vacaciones iban a convertirse en una verdadera pesadilla para mi… para mi desgracia, tuve toda la razón.


Gracias por llegar hasta aquí.

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